PUBLICAMOS EL TRABAJO GANADOR DEL PRIMER PREMIO, CINCO SABIOS CIUDAD DE A PLATA, OBTENIDO POR MARTIN ZUCCATO

Luz y sombra de un Piamontés llamado Carlo:

A fines de 1878 Carlo Luigi Spegazzini, joven nacido al norte de Turín, y recién graduado en la Real Scuola de Vitivinicultura y Enología de Conegliano, Italia, se despidió –en dialecto piamontés- de sus padres, radicados en Bairo, Torino, y se embarcó hacia Río de Janeiro, según la tradición emigratoria italiana de su época, para desarrollar su profesión y ganar experiencia científica como botánico.
Llevaba las invitaciones recibidas desde aquel país para integrarse a los claustros universitarios, y también desde la Universidad de Buenos Aires, que por aquellos años las cursaba a todas las universidades del viejo mundo, ávida de incorporar el saber europeo al desarrollo local, tal como lo indicaba el dogma de la llamada generación del 80, por entonces gobernante.
Al arribar a tierras cariocas, Carlo contaba con 21 años, una sólida formación cultural y profesional, una férrea determinación y una barba crecida al estilo de su maestro y mentor, el también botánico especializado en hongos, Pier Andrea Saccardo.
Sobre la marcha, se decidió a cambiar sus planes, porque la epidemia de fiebre amarilla que azotaba el Brasil, lo convenció de dirigirse a probar suerte hacia Buenos Aires, a sabiendas que allí comenzaba a prosperar una nutrida colonia de piamonteses e italianos en general, hallándose la Presidencia de la Nación en manos de Nicolás Avellaneda.
Así, en el verano de 1879, mientras Chile invadía la provincia de Antofagasta y comenzaba la guerra entre este país y la confederación Peruano – Boliviana, el joven Spegazzini llegaba a Buenos Aires y, a través de su amigo y compatriota el naturalista Domingo Parodi, comenzaba a desempeñarse como asistente en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Buenos Aires.
Rápidamente ganó prestigio y apoyo entre sus colegas, por su carácter amable –provenía de una familia de diplomáticos por parte de madre- y su brillante erudición. Al poco tiempo, en oportunidad de dar una conferencia sobre la importancia económica de determinadas plantas, conoció al ex presidente Sarmiento. Sarmiento para entonces, ya estaba sordo como una tapia, e invitó a Carlo Luigi a su casa (que a estas alturas ya era Carlos Luis), y le pidió que le repita toda la conferencia en un marco menos bullicioso, para poder comprender cada palabra. El gran Sanjuanino quedó encantando con Spegazzini, con quien trabó amistad. Esta y otras conexiones determinaron que fuera elegido para formar parte de la comisión de científicos encargada para fijar el lugar donde debía asentarse la todavía inexistente Capital de la Provincia de Buenos Aires, lo que hizo con gran dedicación, valiéndole ello que las futuras autoridades del Museo de La Plata lo convocaran a esta ciudad, donde fijó definitiva residencia en el año 1884, en la calle 53 N° 477, a dos años de su fundación, forjando amistad con Florentino Ameghino, llegando a ser director de estudios y vicedecano de la facultad de Agronomía, todo ello antes de la reforma universitaria de 1918.
Por aquellos años, fue también uno de los organizadores del bosque platense, seleccionando y aportando las especies a plantar.
El hombre era explorador nato, y trabajador incansable. Buena combinación de la personalidad que le llevó a realizar más de 20 expediciones por Argentina, Chile, Brasil y Paraguay, -cuando viajar era aún un asunto de riesgo-, identificando así miles de especies de plantas y de hongos, que eran su especialidad, de los cuales a su llegada sólo se tenía medio centenar de registros.
En uno de esos viajes –el más famoso- se dirigió a Tierra del Fuego como integrante de la expedición italo-argentina a cargo del Capitán de la Armada Real Italiana Giacomo Bove. Allí, luego de reconocer la flora y fauna de la costa patagónica, la corbeta en la cual se desplazaba naufraga por los fuertes vientos, estando fondeada en la Bahía Sloggett, cercana a la isla Picton. Spegazzini logra salvar su vida y parte de las especies recolectadas, nadando una y otra vez entre la corbeta y la orilla por las frías aguas australes.
Este incidente lo lleva a trabar relación con misioneros y habitantes originarios, interesándose en su idioma y realizando interesantes recopilaciones de palabras y una gramática de leguaje alakaluf, que luego le sería de gran ayuda.
Brindó su compromiso y su profunda erudición a la Universidad Nacional de La Plata, donde enseñó botánica, zoología, mineralogía y química, y tuvo que bregar ante la legislatura –con éxito- para evitar el cierre de facultades por problemas económicos.
Tuvo diez hijos con su esposa María de la Cruz Rodriguez, de los cuales muy pocos lo sobrevivieron. A todos los nombró con nombres inventados en homenaje a su pasión por la química, que no por ello estaban exentos de belleza –Etile, Rutile, Propile, entre otros-
Su hija mayor, Etile Carola, química y candidata a ser su sucesora intelectual, fallece imprevistamente en 1925 de un ataque de apendicitis. Su nombre derivaba de un hidrocarburo de la serie etilénica.
Sus expediciones se vieron favorecidas por el afianzamiento del Estado Nacional que se produjo a fines del siglo XIX, y el interés de la Nación en conocer y afianzar su dominio sobre las vastas extensiones poco conocidas de la Patagonia, el Chaco y otros sectores del territorio distante de la Capital Federal.
Ese afianzamiento nacional colisionaba contra los intereses de Chile y de los pueblos originarios. Ante ambos apoyó a la postura del gobierno imperante.
Con sus conocimientos geográficos, favoreció la posición argentina en los conflictos limítrofes con Chile de la época.
Más oscuro fue su rol frente a las naciones originarias desplazadas: ciertamente algunos hechos indican que las veía como piezas de estudio, como razas pretéritas ya dejadas atrás por la evolución, con solo interés antropológico en su carácter de últimos representantes de razas extintas, siguiendo el criterio del director del Museo de La Plata Francisco Pascasio Moreno y del antropólogo Lehmann Nitsche que también colaboró en dicha institución.
Así vemos que gracias a su conocimiento del idioma de los tehuelches –era un políglota notable-, y mediante ruegos y regalos, según sus dichos, convence a los integrantes de la tribu del cacique Orkeke para someterse a diversas fotografías. Orkeke, junto con su esposa Haad y su hija Meka, integraban una tribu pacífica de 17 varones y 37 mujeres y niños, que fueron secuestrados por la fuerza y retenidos mediante engaños en las cercanías de Puerto Deseado, siendo trasladada luego a los cuarteles militares de Retiro, para robarles su tierra y su ganado. Es en Retiro donde Spegazzini consigue un prolijo conjunto de fotografías de ese grupo originario, sin duda de gran valor documental pero –creemos- con insensibilidad ante la violencia que sufrían los fotografiados.
Ese grupo desdichado retenido en Buenos Aires, fue en principio paseado por teatros y exhibiciones, ante las airadas denuncias del periodismo por su situación ilegal, para finalmente, desarraigados, morir sin jamás regresar a sus tierras.
Del mismo modo, hay registros de la entrega por Spegazzini de cadáveres de habitantes originarios del Chaco al Museo de La Plata, hombres, mujeres y niñas, que el mismo registro museológico señala como “personas de conocimiento del Sr. Spegazzini”. Algunos de esos cuerpos muestran evidencias de haber sido desenterrados. De más está decir que sus muertes fueron dudosas o directamente violentas.
Los cadáveres eran incorporados a las colecciones del museo, previa su disección o descarne.
Extrañas prácticas de manejo de cuerpos sin intervención del Estado, ni de la Policía ni de la Iglesia, según las denuncias que hace por la época el Diario La Capital de La Plata, ante las cuales Moreno se justifica con “el gran valor antropológico de los cuerpos retenidos”.
Era el momento de auge del positivismo, cuando se creía que el progreso sería eterno y que el mismo se produciría con sólo crear las condiciones adecuadas para atraer sabios y trabajadores calificados extranjeros.
Esa corriente de pensamiento a todas luces ha sido insuficiente para superar el subdesarrollo de estas regiones, pero nos ha dejado aportes favorables. Gracias a ellos y a su trabajo a favor de la educación pública, fuimos distintos en el mundo.
Carlos Luis Spegazzini fallece en 1926, a los 68 años, muy afectado por la muerte de Etile. Si bien tenía herederos, lega a la Universidad su obra, libros, instrumental y su casa de la calle 53, donde hoy funciona el Instituto de Botánica que lleva su nombre, devolviendo así con creces, lo que la ciudad le había dado.
Hombre singular y fuera de lo común, de pensamiento poderoso y apreciado por todos los que lo conocían, poseía las virtudes y defectos de su época.
Su luz aún alumbra desde el hemiciclo de los 5 sabios del bosque platense. No es la única luz, ni quizás tampoco esté exenta de sombras, pero el candil que nos ha dejado debemos utilizarlo, junto con otros, si es que queremos atravesar las tinieblas que aún nos rodean.