Autora: Elsa C. Bustos
Otra vez el maldito despertador. ¿Son las cuatro de la mañana? No, son las cuatro de
la tarde. Todavía sigo por inercia con la costumbre de madrugar para ir a la radio.
¡Estoy jubilado! No puedo asumirlo. Claro, hoy me esperan en un programa de
televisión donde todo el mundo opina sobre infinidad de temas que ninguno conoce.
Pero parece que da popularidad porque ninguno se niega a asistir a esas charlas
dislocadas. En realidad no tengo ganas de ir, lo triste es que dije sí cuando me
invitaron y no me gustaría quedar como un tipo irresponsable. La piba que me llamó
es una productora jovencita, y me insistió tanto, que no pude negarme. “Mire,
Alberto, que si me falla me van a retar, es mi primer programa y no me gustaría quedar
como una chanta”. Y claro... ¿Cómo negarme a esa súplica?
Hace tanto que no salgo. No sé qué ropa ponerme para no parecer un viejo
anticuado. Ahora se usa el traje sin corbata, pero no me acostumbro a esa idiotez. O
vas bien vestido, o con ropa sport, “casual”, como dicen. En realidad, prefiero ir de
traje, con camisa y corbata. Tampoco es cuestión de pasar por un pordiosero. Aún me
quedan dos trajes, un saco azul, dos pantalones y dos o tres camisas más o menos
rescatables. Pobre pero digno, diría mi abuela. Querida vieja, siempre creyó que su
nieto era un intelectual. Pensaba que el periodismo era lo máximo, la puerta de
entrada a la consagración, la llave mágica para el triunfo, la opulencia y el acceso a las
altas esferas sociales…Cuando vio mi primera nota con mi firma en un diario del
pueblo, la recortó y la hizo enmarcar para colgarla en el living. Y ni qué hablar cuando
me vine a Buenos Aires y comencé a escribir en diarios más importantes…Creía que mi
vida estaba realizada, cuando en realidad el calvario recién empezaba. ¿Cuántos años
pasaron? Cincuenta. ¿Cincuenta? ¡Qué bestialidad! Realmente soy una antigüedad.
¿Será por eso que me invitaron? No me trago que ahora me digan “maestro”. Si en
esta profesión la lucha diaria es sin cuartel, te echan, te patean, te traicionan, te
envidian, te mueven el piso, te amenazan. Hay pocos amigos. A veces tenés suerte y te
tocan buenos compañeros en algún diario, en algún programa o en la calle. Pero no
siempre se da.
Ahora que pienso, quedan muy pocos de mi generación. Es tanto el vértigo del
trabajo, que no hay tiempo para encuentros, visitas o charlas de café. Nadie puede
sobrevivir con un solo empleo. Todos corremos desde la mañana hasta la noche. No
valen los feriados, los fines de semana. Hay que aguantarse hasta que lleguen las
vacaciones. Suponiendo que el presupuesto te alcance para arrastrar a toda la familia.
Muchas veces preferí ahorrar ese dinero para que mi hijo fuera a un colegio privado o
tuviera una buena prepaga de salud. Hoy, te sacude la noticia de que murió un colega
al que una vez tuviste de compañero, veinte o treinta años atrás, sin volver a verlo.
Entonces reaccionás. Podría haber sido yo. Claro, si vivimos las mismas cosas. Buenas y
malas. Y seguro, que murió solo como un perro. Porque casi todos los que conozco,
igual que yo, no han tenido una vida normal. Las mujeres te dejan cuando se dan
cuenta de que no te da el cuero para millonario. Que los tiempos de ella no son los
mismos que los tuyos. Que un aniversario de casados no puede competir con un viaje
para cubrir un mundial de fútbol, o el cumpleaños de uno de los pibes debe
postergarse porque hay que cubrir una conferencia de prensa o entrevistar a un
político de turno. Por supuesto, la familia de ella se encarga de echar leña al fuego: “Te
dije que te casaras con aquél abogado que te pretendía. O ¿qué pasa con tu marido
que nunca está en ninguna reunión familiar? ¿Estás segura que no anda con otra? Mirá
a las horas que regresa a tu casa. Claro, como él dice, el cierre del diario es tarde.” Y así
se destruyen los matrimonios y te alejan de los chicos.
Por suerte, tuve un solo pibe que me salió de diez. Médico. Investigador, me
contaron. Ahora está en Boston y tiene dos hijos. Claro, es lejos. Para él y para mí. Lo
vi en Estados Unidos, cuando se casó. Mi ex ya había muerto, y él me mandó el
pasaje para que lo acompañara en la ceremonia. Después vino a verme a Buenos
Aires, porque participó de un congreso médico en esta ciudad. Y otra vez, estuve de
visita en su casa, para una Navidad. Dos o tres veces, nomás. Pero me llama de vez en
cuando. Realmente es un buen muchacho. A mi nuera, prácticamente no la conozco,
como es gringa y no habla español, y yo nada de inglés, no hay diálogo con ella. Mis
nietos casi no hablan “en argentino”, como dicen ellos. Solo se expresan cuando mi
hijo les dicta alguna frase para saludarme por teléfono .Pero está todo bien. Deben
vivir sus vidas como yo viví la mía. Lo importante es que están geniales y ni sueñan con
regresar. Total, soy el único familiar cercano que les queda.
¿Dónde puse los zapatos? Tengo que lustrarlos antes de que se haga tarde. Me
dijeron en el canal que me enviarían un remís para buscarme. Creo que el programa
empieza a las seis, así que tengo tiempo. Hablando con la piba productora, me contó
que muchos colegas que tuvo como profesores me recordaban. Claro, en aquellos
años todos nos conocíamos. Nos reuníamos en alguna fonda para “cambiar figuritas”,
como le decíamos al intercambio de noticias o trascendidos. No había celulares, ni
internet, ni redes sociales, ni nada de esos inventos que los pibes conocen tan bien y a
nosotros nos enloquecen .Hubiera sido fantástico contar con tantos chirimbolos en
aquella época. ¡Cómo habría resultado de fácil y rápido nuestro trabajo! Me dicen
“maestro”… Será por lo viejo, ya que no estudié en la Universidad, pero me invitaron
muchas veces a dar alguna charla en la Escuela del Círculo de la Prensa y fueron de los
mejores momentos de mi carrera. Pensar que hice de todo. Era fundamental
sobrevivir. Periodismo gráfico, radial, algo de televisión, comentarista deportivo,
movilero, corresponsal de varios medios gráficos y radiales, hasta temas de agricultura
y ganadería para una revista especializada, espectáculos, y lo más divertido y mejor
pago: ghost writer. Escritor fantasma, que le dicen. Ahí sí que gané buena plata. Los
discursos eran mi fuerte. Y cada vez que se acercaba la fecha de elecciones me
buscaban, como a Esopo, ”para hacer hablar a los animales”. Era un buen “kiosco”.
Tranquilo, sin apuro, escribía en mi casa para que nadie se enterara. Y después veía al
energúmeno que me había contratado, dándose aires de valioso plumífero frente a un
micrófono. Pero con ese curro pagué la Facultad de Medicina de mi hijo. Ahora todo
está regulado por el marketing, los coachs, los asesores de imagen y qué se yo que
otras yerbas. Yo hacía todo a pulmón. Y sin tanto aspaviento.
En realidad, no me quejo de mi vida. Fui casi un aventurero, por los viajes y la gente
que conocí de todos los estratos sociales. Solamente un periodista puede darse el lujo
de comer en un palacio, saludar a dignatarios, entrevistar artistas, presenciar
espectáculos internacionales, conocer campeones deportivos y todo un mundo
deslumbrante que muchos desearían alcanzar. Sin más dinero que un escaso viático y
el pasaje pagado por la empresa. Claro, luego hay que bajar a tierra, como un simple
peatón, pero ¿quién te quita lo bailado? No, yo no me cambiaría por nadie. Los
recuerdos están firmes en mi cerebro y aunque hoy sólo soy un jubilado, las vivencias
son más fuertes que cualquier deseo consumista.
Siempre despunto el vicio. Me duermo muy tarde. Veo todos los programas de TV
culturales, políticos, económicos y deportivos. Vivo haciendo análisis de contenido,
como cuando tenía un programa radial, que se anunciaba “periodismo de contexto con
música e imaginación”. Admiro la tecnología. Pero me indigna la falta de
profesionalismo en muchos que se auto titulan “conductores” en los medios, sin haber
resuelto todavía si “hombre” va con “h” o sin “h”. Hay que saber escribir, señores. Lo
demás se da por añadidura. En mi época, claro hace medio siglo me dirán,
comenzábamos con la gráfica. Bajo el ojo siempre alerta del secretario de Redacción.
No podía haber errores. Y hasta sabíamos diagramar, porque teníamos en ese ámbito
los verdaderos maestros.
Ahora no sé qué pasa. Entonces nos considerábamos “servidores de la verdad” y hoy
me vuelvo loco al escuchar la cínica teoría de la “postverdad”. No existe más la verdad.
Y hasta aparecieron como un alarde, las “fake news”, las falsas noticias, integrando la
información que los supuestos hombre de prensa entregan al público desprevenido.
Recuerdo como nos exigían- y nos exigíamos- el chequeo de nuestra fuentes, algunas
“subterráneas”, pero seguras y confiables que defendíamos a capa y espada. Nunca
menos de tres, en mi caso. La ética no era una simple palabra en los medios serios.
Tampoco las reglas de estilo, que parecieran ser un miriñaque, en las tramas actuales
del periodismo. Hasta existían en los diarios los correctores de estilo, que se
respetaban y admiraban.
Muchas veces, noto como me sube la presión arterial, cuando leo, escucho o veo,
actitudes de los “nuevos periodistas” que considero una evidente mala praxis, un
desborde de groserías y una inaguantable muestra de ignorancia. Siento una enorme
tentación de llamar a cada seudo “profesional” e increparlo, decirle para qué “se
metió a periodista”, por qué quiere hacer tanto daño al público en lugar de educarlo,
por qué, por qué… Pero me callo, sé que dirán “pobre viejo está fuera del tiempo y del
espacio”, y tomo algún libro para calmarme con tipos como Borges o Chesterton.
¿Y el respeto al “off de record”? Es decir, no difundir lo que alguien, en especial un
funcionario nos contó y pidió mantener en secreto. Resulta que es más fácil en este
tiempo alucinante, no solo difundirlo, sino grabarlo y enviar el mensaje a todo el
mundo por las benditas redes sociales.
¿Y el rumor? Una especie que nosotros tomábamos con pinzas, como mera
orientación para la búsqueda de la verdadera noticia. No hay valores morales ni
legales que impidan destruir a una persona, una familia, una institución. Simplemente,
un perverso inventa una información y aniquila una vida entera, por un punto de rating
de un espacio chimentero o una tapa de una revista para lectores hipoproteícos, como
solía decir un médico amigo.
Hace pocos días un loco lanzó al aire el rumor de que Diego Maradona había muerto.
Lo hizo con premeditación y alevosía. Me “broté” como hacía mucho no me pasaba. Y
sentí que ya no existe el periodismo que conocí. Que cualquier cretino es capaz de
destruir una existencia, una trayectoria o una personalidad, no importa que sea un
crack o un simple ciudadano honesto, con familia y bien nacido.
Cuando pienso en ese episodio me caliento, me sube muchísimo la presión. Creo que
debo tomar la pastilla para la arritmia antes de salir. ¿Qué me pasa? Parece que la
habitación da vueltas como una calesita. Trataré de llegar a la cama…
Horas más tarde, las radios e informativos televisivos comunicaron que el veterano
periodista Alberto Aguirre, fue encontrado muerto en su mono ambiente del barrio de
Caballito, en circunstancias extrañas que se investigan. La carátula del expediente
respectivo indica “muerte dudosa” y se esperan los resultados de la autopsia. No tenía
familiares en el país y tampoco amigos íntimos. Algunos medios de la farándula
señalan que podría haber fallecido debido a una sobredosis de droga o alcohol, o bien
a causa de alguna compañía femenina que intentara robarle, abusando de su
ancianidad y confianza. Hasta que la Justicia pueda comunicarse con un hijo que
reside en el exterior, su cuerpo permanecerá en la morgue policial.
---------------------------------------------------------------------
Elsa Cristina Bustos